Escollos de los médiums
La mediumnidad es una facultad múltiple, que presenta una variedad infinita de matices en sus medios y en sus efectos.
Quienquiera que sea apto para recibir o para transmitir las comunicaciones de los Espíritus es, por eso mismo, médium, cualquiera que sea el modo empleado o el grado de desarrollo de la facultad, desde la simple influencia oculta hasta la producción de los fenómenos más insólitos.
Sin embargo, en el uso corriente, esta palabra tiene una acepción más limitada y se refiere generalmente a las personas dotadas de una potencia mediadora suficientemente grande, sea para producir efectos físicos, sea para transmitir el pensamiento de los Espíritus por medio de la escritura o del habla.
Aunque esa facultad no es un privilegio exclusivo, es cierto que encuentra a refractarios, por lo menos en el sentido que se le da.
También es cierto que presenta escollos para aquellos que la poseen; que puede alterarse, incluso perderse, y frecuentemente ser una fuente de graves desengaños.
Es sobre este punto que pensamos que es útil llamar la atención de todos aquellos que se ocupan de las comunicaciones espíritas, sea directamente, sea por intermediario.
Decimos por intermediario porque también es importante, para aquellos que se sirven de médiums, el poder apreciar la valía de ellos y la confianza que merecen sus comunicaciones.
El don de la mediumnidad está relacionado con causas que todavía no son perfectamente conocidas y en las que lo físico parece tener una gran participación.
A primera vista, parecería que un don tan precioso solamente debe estar repartido entre almas de élite.
Ahora bien, la experiencia demuestra lo contrario, pues se encuentra a médiums poderosos entre personas cuya moral deja mucho que desear, mientras que otras, estimables bajo todos los aspectos, están privadas de la mediumnidad.
Aquel que fracasa, a pesar de su deseo, de sus esfuerzos y de su perseverancia, no debe sacar conclusiones desfavorables sobre sí mismo, tampoco creerse indigno de la benevolencia de los buenos Espíritus.
Si esa gracia no le ha sido concedida, hay otras que, sin duda, le pueden ofrecer una amplia compensación.
Por la misma razón, aquel que se beneficia de ese don no podría enorgullecerse de eso, pues la mediumnidad no es, para él, la señal de ningún mérito personal.
El mérito no está, pues, en la posesión de la facultad mediúmnica, que puede ser concedida a todo el mundo, sino en el uso que se puede hacer de ella.
Esta es una distinción capital que jamás se debe perder de vista: el buen médium no es aquel que recibe comunicaciones fácilmente, sino únicamente el que tiene la aptitud de recibir solamente buenas comunicaciones.
Ahora bien, aquí es donde las condiciones morales del médium son todopoderosas y donde también están los más grandes escollos para él.
Para darse cuenta de esta situación y comprender lo que vamos a decir, es necesario referirse a este principio fundamental: entre los Espíritus, hay todos los grados de bien y de mal, de ciencia y de ignorancia; los Espíritus pululan alrededor de nosotros y, cuando pensamos que estamos solos, estamos incesantemente rodeados de seres que nos codean, algunos con indiferencia, como extraños, otros que nos observan con intenciones benévolas, en mayor o en menor grado, según su naturaleza.
El proverbio «Quien se asemeja se reúne»(1) tiene su aplicación tanto entre los Espíritus como entre nosotros, y más aún entre ellos, si eso es posible, porque no están como nosotros bajo la influencia de las consideraciones sociales.
Sin embargo, si entre nosotros, algunas veces, esas consideraciones mezclan a personas con maneras y gustos muy diferentes, esa mezcla es solamente, en cierto modo, material y transitoria; la similitud o la divergencia de los pensamientos será siempre la causa de las atracciones y de las repulsiones.
Nuestra alma, que, en definitiva, es sólo un Espíritu encarnado, no deja de ser Espíritu.
Si el Espíritu está momentáneamente revestido de un envoltorio material, sus relaciones con el mundo incorpóreo, aunque son menos fáciles que en el estado de libertad, no están interrumpidas, por eso, de una manera absoluta.
El pensamiento es el vínculo que nos une a los Espíritus, y por el pensamiento atraemos a aquellos que tienen afinidad con nuestras ideas y nuestras inclinaciones.
Imaginemos, pues, la masa de los Espíritus que nos rodean como la multitud que encontramos en el mundo; en todos los lugares adonde preferimos ir, encontramos a personas atraídas por los mismos gustos y los mismos deseos; a las reuniones que tienen un objetivo serio, van las personas serias; a aquellas que tienen un objetivo frívolo, van las personas frívolas; por eso, por todos los lugares, se encuentra a Espíritus atraídos por el pensamiento dominante.
Si lanzamos un vistazo sobre el estado moral de la humanidad en general, concebiremos sin dificultad que, en esa multitud oculta, los Espíritus elevados no deben estar en mayoría; esta es una de las consecuencias del estado de inferioridad de nuestro globo.
Los Espíritus que nos rodean no son pasivos.
Es un pueblo esencialmente dinámico, que piensa y actúa incesantemente, que nos influencia sin que lo sepamos, que nos estimula o nos disuade, que nos impulsa al bien o al mal, lo que no nos quita más nuestro libre albedrío que los consejos buenos o malos que recibimos de nuestros semejantes.
Pero cuando los Espíritus imperfectos incitan a alguien a hacer una cosa mala, saben muy bien a quién se dirigen y no van a perder su tiempo donde ven que serán mal recibidos.
Ellos nos estimulan según nuestras inclinaciones o los gérmenes que ven en nosotros y nuestra disposición a escucharlos: he aquí el motivo por el cual el hombre firme en los principios del bien no les da cabida.
Esas consideraciones nos conducen naturalmente a la cuestión de los médiums.
Estos últimos están, como todo el mundo, sometidos a la influencia oculta de los Espíritus buenos o malos.
Los médiums los atraen o los repelen según las afinidades de su carácter personal.
Los Espíritus malos se aprovechan de toda imperfección como un punto vulnerable para introducirse e inmiscuirse, sin que los médiums lo sepan, en todos los actos de la vida privada.
Además, al encontrar en el médium un medio de expresar su pensamiento de una manera inteligible y de demostrar su presencia, esos Espíritus se mezclan en las comunicaciones, las provocan, porque esperan tener más influencia por ese medio, y acaban por dominar con autoridad.
Se sienten a gusto, al apartar a los Espíritus que podrían oponerse a ellos.
Si es necesario, toman el nombre de esos Espíritus y hasta el lenguaje de ellos para engañar.
Pero no pueden sostener ese papel por mucho tiempo, y por poco que sea el contacto que tengan con un observador experimentado e imparcial, son desenmascarados muy rápidamente.
Si el médium se deja llevar por esa influencia, los buenos Espíritus se alejan de él, o no vienen, en absoluto, cuando se los llama, o solamente vienen con repugnancia, porque ven que el Espíritu que se ha identificado con el médium, que en cierto modo se ha fijado en él, puede alterar sus instrucciones.
Si tenemos que elegir a un intérprete, a un secretario, a un mandatario cualquiera, es evidente que elegiremos no solamente a una persona capaz, sino también digna de nuestra estima, y que no confiaremos una misión delicada ni nuestros intereses a una persona corrupta o que frecuenta una sociedad sospechosa. Sucede lo mismo con los Espíritus.
Los Espíritus superiores no elegirán para transmitir instrucciones serias a un médium que tenga vínculos con Espíritus frívolos, A MENOS QUE HAYA NECESIDAD Y QUE NO TENGAN A OTROS A SU DISPOSICIÓN POR EL MOMENTO, o a menos que deseen dar una lección al propio médium, lo que sucede algunas veces; pero entonces se sirven del médium sólo accidentalmente y lo abandonan tan pronto encuentran a otros mejores, dejándole con sus afinidades si él las mantiene.
El médium perfecto sería, pues, aquel que no diera ningún acceso a los malos Espíritus por una imperfección cualquiera.
Esta condición es muy difícil de llenar; pero si la perfección absoluta no les ha sido concedida a las personas, les es siempre dado aproximarse a ella por medio de sus esfuerzos, y los Espíritus toman en cuenta sobre todo los esfuerzos, la voluntad y la perseverancia.
Así, el médium perfecto tendría solamente comunicaciones perfectas en verdad y en moralidad.
Al no ser posible la perfección, el mejor médium será aquel que tenga las mejores comunicaciones: es por la obra que se lo puede juzgar.
Comunicaciones constantemente buenas y elevadas, y en las que no haya penetrado ningún indicio de inferioridad, serían, indudablemente, una prueba de la superioridad moral del médium, porque testificarían buenas afinidades.
Debido al hecho de que el médium no puede ser perfecto, Espíritus frívolos, bribones y mentirosos pueden mezclarse en sus comunicaciones, alterar la pureza de ellas e inducirlo al error, a él y a aquellos que se dirigen a él.
Ahí está el escollo más grande del Espiritismo, y no disimularemos su gravedad.
¿Se lo puede evitar? Decimos claramente: sí, se puede; el medio no es difícil, solamente demanda buen juicio.
Las buenas intenciones, incluso la moral del médium, no siempre bastan para preservarlo, en sus comunicaciones, de la injerencia de los Espíritus frívolos, mentirosos o pseudosabios.
Además de los defectos de su propio Espíritu, el médium les puede dar cabida por otras causas; la principal es la debilidad de su carácter y una desmedida confianza en la invariable superioridad de los Espíritus que se comunican por él.
Esa confianza ciega está relacionada con una causa que explicaremos pronto.
Si no se quiere ser engañado por esos Espíritus frívolos, es necesario juzgarlos y, para eso, tenemos un criterio infalible: el buen sentido y la razón.
Conocemos las cualidades del lenguaje que caracterizan, entre nosotros, a las personas verdaderamente buenas y superiores; esas cualidades son las mismas para los Espíritus; debemos juzgarlos por su lenguaje.
No está demás repetir lo que caracteriza el lenguaje de los Espíritus elevados: es constantemente digno, noble, sin fanfarronada ni contradicción, puro de toda trivialidad, marcado por una inalterable benevolencia.
Los buenos Espíritus aconsejan; no ordenan; no se imponen; sobre lo que ignoran, se callan.
Los Espíritus frívolos hablan con la misma seguridad de lo que saben y de lo que no saben, contestan a todo sin preocuparse por la verdad.
Hemos visto, en una comunicación supuestamente seria, a Espíritus frívolos que colocan, con un imperturbable aplomo, a César en el tiempo de Alejandro; a otros que afirman que no es la Tierra la que gira alrededor del Sol.
En suma, toda expresión grosera o simplemente inconveniente, toda marca de orgullo y de pretensión, toda máxima contraria a la sana moral, toda herejía científica notoria es, entre los Espíritus, como entre las personas, una señal irrefutable de mala naturaleza, de ignorancia o, por lo menos, de ligereza.
De donde se deduce que se debe pesar todo lo que dicen los Espíritus y hacerlo pasar por la criba de la lógica y del buen sentido; es una recomendación que nos hacen incesantemente los buenos Espíritus. «Dios –nos dicen ellos– no os ha dado el juicio para nada; servíos, pues, de él para saber con quién tenéis contacto».
Los malos Espíritus temen el examen y dicen: «Aceptad nuestras palabras y no las juzguéis».
Si estuvieran concientes de estar en lo verdadero, no temerían la luz.
La costumbre de escrutar las mínimas palabras de los Espíritus, de pesar el valor de ellas (desde el punto de vista del pensamiento, no de la forma gramatical, por la que ellos poco se preocupan), aleja forzosamente a los Espíritus mal intencionados, que no vienen, entonces, a perder inútilmente su tiempo, ya que se rechaza todo lo que es malo o de origen sospechoso.
Pero cuando se acepta ciegamente todo lo que dicen, cuando uno se pone, por así decirlo, de rodillas ante su pretensiosa sabiduría, ellos hacen lo que las personas harían: engañan.
Si el médium es señor de sí mismo, si no se deja dominar por un entusiasmo irreflexivo, puede hacer lo que aconsejamos.
Pero frecuentemente sucede que el Espíritu lo subyuga al punto de fascinarlo y hacerlo considerar admirables las cosas más ridículas, y él tanto se deja llevar por esa perniciosa confianza que, confiado en sus buenas intenciones y en sus buenos sentimientos, cree que eso basta para apartar a los malos Espíritus.
No, eso no basta, pues a esos Espíritus les encanta hacerle caer en la trampa aprovechando su debilidad y su credulidad.
¿Qué hacer entonces? Buscar a un tercero desinteresado que, al juzgar con sangre fría e imparcialidad, podrá ver una paja donde no se veía una viga.
La Ciencia Espírita exige una gran experiencia, que sólo se adquiere, como en todas las ciencias filosóficas y otras, por medio de un estudio largo, constante y perseverante, y por numerosas observaciones.
No comprende solamente el estudio de los fenómenos propiamente dichos, sino también, y sobre todo, de las costumbres, si podemos decirlo así, del mundo oculto, desde el más bajo hasta el más alto grado de la escala.
Sería demasiado pretensioso creerse suficientemente esclarecido y convertido en maestro después de algunos intentos.
Tal pretensión no sería de una persona seria; pues quienquiera que lanza una mirada escrutadora sobre esos misterios extraños, ve desarrollarse, ante sí, un horizonte tan vasto que apenas los años son suficientes para alcanzarlo; ¡y hay aquellos que pretenden hacerlo en algunos días!
De todas las disposiciones morales, aquella que da más cabida a los Espíritus imperfectos es el orgullo. El orgullo es para los médiums un escollo tanto más peligroso porque ellos no lo admiten.
Es el orgullo lo que les da esa creencia ciega en la superioridad de los Espíritus que se unen a ellos, porque se sienten lisonjeados por ciertos nombres que les imponen.
Tan pronto un Espíritu les dice: «Soy tal persona», se inclinan y se abstienen de dudar de eso, pues su amor propio sufriría al encontrar, bajo esa máscara, a un Espíritu de bajo nivel o de mala naturaleza.
El Espíritu que ve el lado débil se aprovecha de eso. Adula a su supuesto protegido, le habla de orígenes ilustres, que lo inflan de orgullo aún más, le promete un porvenir brillante, los honores, la fortuna, de la que él parece ser el distribuidor; si es necesario, le dedica una ternura hipócrita.
¿Cómo resistir a tanta generosidad? En suma, el Espíritu lo engaña y lo conduce, como se dice vulgarmente, a su antojo; su felicidad está en tener a un ser bajo su dependencia.
Hemos interrogado a más de un Espíritu sobre los motivos de su obsesión; uno de ellos nos contestó esto: «Quiero tener a un hombre que haga mi voluntad; es mi placer».
Cuando le dijimos que haríamos de todo para desbaratar sus artificios y para abrirle los ojos de su oprimido, él dijo: «Lucharé contra vosotros, y no tendréis éxito, pues haré tanto que él no os creerá».
De hecho, esa es una de las tácticas de esos Espíritus malhechores; le inspiran al médium la desconfianza y el alejamiento de las personas que pueden desenmascarar a estos Espíritus y darle buenos consejos.
Jamás semejante cosa sucede de parte de los buenos Espíritus.
Todo Espíritu que sopla la discordia, que incita la animosidad, que alimenta disentimientos, revela, por eso mismo, su mala naturaleza.
Sería necesario estar ciego para no comprenderlo y para creer que un buen Espíritu pueda impulsar al desacuerdo.
El orgullo se desarrolla frecuentemente en el médium a medida que su facultad se agranda; ésta le da importancia; las personas lo buscan, y él acaba por creerse indispensable.
Por eso, hay en el médium, algunas veces, un tono de arrogancia y de pretensión, o aires de vanidad y de desdén, incompatibles con la influencia de un buen Espíritu.
Aquel que cae en esa imperfección está perdido, pues Dios le ha concedido su facultad para el bien y no para satisfacer su vanidad o hacer de ella un escabel para su ambición.
El médium se olvida de que ese poder del que está orgulloso le puede ser retirado y que, frecuentemente, sólo le ha sido concedido como prueba, del mismo modo que la fortuna a ciertas personas.
Si abusa de ese poder, los buenos Espíritus lo abandonan poco a poco, y él se vuelve el juguete de los Espíritus frívolos, que lo ilusionan, satisfechos por haber vencido a aquel que se creía fuerte.
Es así que hemos visto aniquilarse y perderse las facultades más preciosas que, sin eso, hubieran podido volverse las más poderosas y los más útiles auxiliares.
Eso se aplica a todos los géneros de médiums, sean para las manifestaciones físicas, sean para las comunicaciones inteligentes.
Desafortunadamente, el orgullo es uno de los defectos que se está menos dispuesto a reconocer en uno mismo y que se puede menos hacer reconocer en los otros, porque ellos no lo creen.
Id, pues, a decir a uno de esos médiums que se deja conducir como a un niño, él os dará la espalda diciendo que sabe comportarse y que no veis claro.
Podéis decirle a un hombre que es ebrio, libertino, perezoso, torpe e imbécil, él se reirá de eso o lo reconocerá.
Decidle que es orgulloso, él se enfadará; prueba evidente de que habréis dicho la verdad.
Los consejos, en ese caso, son tanto más difíciles mientras el médium evite a las personas que se los podrían dar, huye de una intimidad que él teme.
Los Espíritus imperfectos, al sentir que los consejos son golpes dados a su poder, impulsan al médium hacia las personas que lo alimentan en sus ilusiones.
Así el médium se estará provocando decepciones, con las que su amor propio tendrá más de una vez que sufrir; él deberá darse por feliz si no resulta de eso algo más grave para sí.
Si hemos insistido largamente sobre este punto, es que la experiencia nos ha demostrado, en muchas ocasiones, que esto es uno de los grandes escollos para la pureza y la sinceridad de las comunicaciones de los médiums.
Es casi inútil, después de eso, hablar de las otras imperfecciones morales, tales como el egoísmo, la envidia, los celos, la ambición, la codicia, la dureza de corazón, la ingratitud, la sensualidad, etc.
Se comprende que ellas también son puertas abiertas a los Espíritus imperfectos o, por lo menos, causas de debilidad.
Para repeler a esos últimos, no basta decirles que se vayan; tampoco basta quererlo y, mucho menos, conjurarlos: es necesario cerrarles la puerta y los oídos, probarles que se es más fuerte que ellos, que se está firmemente por el amor al bien, la caridad, la dulzura, la simplicidad, la modestia y el desinterés, cualidades que nos granjean la benevolencia de los buenos Espíritus; es el apoyo de ellos lo que nos da fortaleza y si, algunas veces, dejan que nos enfrentemos con los malos, eso es una prueba para nuestra fe y nuestro carácter.
Que los médiums no se asusten demasiado, sin embargo, por la severidad de las condiciones de las que acabamos de hablar.
Son lógicas, se lo reconocerá, pero los médiums no tienen razón para desanimarse.
Las malas comunicaciones que se pueden tener son el indicio de alguna debilidad, es verdad, pero no siempre son una señal de indignidad; se puede ser débil y bueno.
Es, en todo caso, un medio de reconocer sus propias imperfecciones. Ya lo hemos dicho en otro artículo que no hay necesidad de ser médium para estar bajo la influencia de Espíritus malos, que actúan a la sombra.
Con la facultad mediúmnica, el enemigo se muestra y se traiciona; se sabe con quién se mantiene contacto y se lo puede combatir; es así que una mala comunicación puede volverse una lección útil si se la sabe aprovechar.
Sería injusto, además, atribuir todas las malas comunicaciones a la responsabilidad del médium.
Hemos hablado de aquellas que él obtiene por sí mismo aparte de toda otra influencia, y no de aquellas que se producen en un medio cualquiera.
Ahora bien, todos saben que los Espíritus atraídos a ese medio pueden perjudicar las manifestaciones, sea por la diversidad de los caracteres, sea por la falta de recogimiento.
Es una regla general que las mejores comunicaciones ocurren en la intimidad y en un grupo recogido y homogéneo.
En toda comunicación, varias influencias están en juego: la del médium, la del medio y la de la persona que interroga.
Esas influencias pueden reaccionar sobre las otras, neutralizarse o corroborarse: eso depende del objetivo que se proponga y del pensamiento dominante.
Hemos visto excelentes comunicaciones obtenidas en grupos y por médiums que no reunían todas las condiciones deseables.
En ese caso, los buenos Espíritus venían por una persona en particular, porque eso era útil.
Hemos visto malas comunicaciones obtenidas por buenos médiums, únicamente porque el interrogador no tenía intenciones serias y atraía a Espíritus frívolos que se burlaban de él.
Todo eso demanda tacto y observación, y se concibe fácilmente la preponderancia que deben tener todas las condiciones reunidas.
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(1) N. de la T.: en el original, en francés «Qui se ressemble s´assemble».
Por Allan Kardec
Texto extraído de Revista Espírita – Periódico de Estudios Psicológicos, febrero de 1859
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