El espiritismo permite comprender la acción de la oración, porque explica el modo como se transmite el pensamiento, ya sea que el ser a quien oramos atienda nuestro llamado, o que simplemente llegue hasta él nuestro pensamiento.
A fin de que comprendamos lo que sucede en esa circunstancia, debemos imaginar que todos los seres, estén encarnados o desencarnados, se hallan sumergidos en el fluido universal que ocupa el espacio, tal como nosotros nos encontramos, en este mundo, dentro de la atmósfera. Ese fluido recibe un impulso de la voluntad. Es el vehículo del pensamiento, del mismo modo que el aire lo es del sonido, con la diferencia de que las vibraciones del aire están circunscriptas, mientras que las del fluido universal se extienden hasta lo infinito. Así pues, cuando el pensamiento se dirige hacia algún ser, tanto si se encuentra en la Tierra o en el espacio, ya sea de un encarnado hacia un desencarnado o de un desencarnado hacia un encarnado, se establece entre uno y otro una corriente fluídica que transmite el pensamiento, igual que el aire transmite el sonido.
La energía de la corriente es proporcional al poder del pensamiento y de la voluntad. De ese modo, los Espíritus oyen la oración que se les envía -sea cual fuere el lugar donde se encuentren-, se comunican entre sí, y nos transmiten sus inspiraciones. De ese modo, también, se establecen las relaciones a distancia entre los encarnados.
Esta explicación está dirigida en especial a los que no comprenden la utilidad de la oración puramente mística. No tiene como objetivo materializar la oración, sino hacer comprensibles sus efectos, mediante la demostración de que puede ejercer una acción directa y efectiva. Con todo, dicha acción no deja por ello de hallarse subordinada a la voluntad de Dios, el juez supremo de todas las cosas, y el único capaz de hacer que resulte eficaz.
A través de la oración el hombre atrae la asistencia de los Espíritus buenos, que se acercan para sostenerlo en sus buenas resoluciones y para inspirarle pensamientos de bien. El hombre adquiere así la fuerza moral necesaria para vencer las dificultades y regresar al camino recto, en caso de que se haya desviado. Del mismo modo puede también apartar de sí los males que atraería a causa de sus propias faltas. Un hombre, por ejemplo, que comprende que su salud está deteriorada por los excesos que ha cometido, y que arrastra hasta el fin de sus días una vida de sufrimiento, ¿tendrá derecho a quejarse si no consigue la curación que se propone? No, pues habría podido encontrar en la oración la fuerza necesaria para resistir a las tentaciones.
Si dividimos en dos partes los males de la vida, una parte constituida por los males que el hombre no puede evitar, y la otra por las tribulaciones de las cuales él mismo es la principal causa, tanto por su indolencia como por sus excesos (Véase el Capítulo V, § 4), se verá que la segunda supera en un gran número a la primera. Así pues, es evidente que el hombre es el responsable de la mayor parte de sus aflicciones, y que estaría librado de ellas si procediese en todas las circunstancias con sabiduría y prudencia.
No es menos cierto que esas miserias son la consecuencia de nuestras infracciones a las leyes de Dios, y que si observáramos puntualmente esas leyes seríamos felices por completo. Si no fuéramos más allá de lo necesario, en lo que se refiere a la satisfacción de nuestras necesidades, no padeceríamos las enfermedades que resultan de los excesos, ni experimentaríamos las vicisitudes que esas enfermedades acarrean. Si estableciéramos un límite para nuestra ambición, no nos preocuparía quedar en la ruina. Si no quisiéramos subir más alto de lo que podemos, no temeríamos caer. Si fuésemos humildes, no sufriríamos las decepciones del orgullo rebajado. Si pusiéramos en práctica la ley de caridad, no denigraríamos a los otros, no seríamos envidiosos ni celosos, y evitaríamos las disputas y las disensiones. Si no hiciéramos mal a nadie, no temeríamos las venganzas, etc.
Supongamos que el hombre no pudiera hacer nada para evitar los otros males, y que las oraciones fueran inútiles para preservarlo de ellos, ¿no sería suficiente con que pudiera evitar todos los que provienen de su forma de proceder? Ahora bien, en esta circunstancia se concibe fácilmente la acción que ejerce la oración, porque esta tiene por objeto atraer la inspiración saludable de los Espíritus buenos, y solicitarles fuerza para resistir a los malos pensamientos, cuya realización puede resultar funesta para nosotros. En ese caso, ellos no apartan el mal, sino que desvían de nosotros el mal pensamiento que puede causar el mal.
En nada obstaculizan los designios de Dios, ni suspenden el curso de las leyes de la naturaleza, sino que impiden que nosotros las transgredamos, encauzando hacia ellas nuestro libre albedrío.
De todos modos, lo hacen sin que lo notemos, de una manera oculta, para no sojuzgar nuestra voluntad. El hombre se encuentra entonces en la posición de aquel que solicita buenos consejos y los pone en práctica, pero conserva la libertad de seguirlos o no. Dios quiere que así suceda para que el hombre sea el responsable de sus actos y a este le corresponda el mérito de haber elegido entre el bien y el mal. Eso es lo que el hombre siempre puede tener la certeza de recibir, si lo solicita con fervor, y a eso pueden aplicarse, en especial, estas palabras: “Pedid y se os dará”.
La eficacia de la oración, aun reducida a esa proporción, ¿no daría resultados inmensos? Estaba reservado al espiritismo mostrarnos sus logros, mediante la revelación de las relaciones que existen entre el mundo corporal y el mundo espiritual. No obstante, los efectos de la oración no se limitan a los que acabamos de señalar.
La oración es recomendada por todos los Espíritus. Renunciar a la oración es ignorar la bondad de Dios; es rechazar, en cuanto a nosotros mismos, su asistencia; y en cuanto a los otros, es despreciar el bien que podemos hacerles.
Al atender la súplica que se le dirige, Dios tiene, muchas veces, el propósito de recompensar la intención, el sacrificio y la fe del que ruega. Por ese motivo la oración del hombre de bien tiene más merecimiento en relación con Dios, y siempre es más eficaz que la del hombre vicioso o malo, porque este no puede orar con el fervor y la confianza que sólo se consigue con un sentimiento de auténtica piedad. Del corazón del egoísta, de aquel que ora con los labios, sólo pueden salir palabras, pero no los impulsos de caridad que confieren a la oración todo su poder. Esto se comprende tan claramente que, por un movimiento instintivo, los que se encomiendan a las plegarias de otras personas, prefieren las de aquellas cuya conducta se considera agradable a Dios, porque son más fácilmente escuchadas.
Dado que la oración ejerce una especie de acción magnética, podría suponerse que su efecto se halla subordinado a la potencia fluídica, pero no es así. Como los Espíritus ejercen esa acción sobre los hombres, suplen, cuando es necesario, la insuficiencia del que ora, ya sea obrando directamente en su nombre, o bien confiriéndole momentáneamente una fuerza excepcional, en caso de que lo juzguen digno de ese favor, o porque eso puede ser útil.
El hombre que no se crea suficientemente bueno para ejercer una influencia saludable, no por eso debe abstenerse de orar por sus semejantes, con la idea de que no es digno de ser escuchado. La conciencia de su inferioridad es una prueba de humildad siempre agradable a Dios, que toma en cuenta la intención caritativa que lo anima. Su fervor y su confianza en Dios son un primer paso en el sentido de su retorno al bien, circunstancia que los Espíritus buenos se sienten felices de estimular. La oración que se rechaza es la del orgulloso, que tiene fe en su propio poder y en sus méritos, y cree que puede sustituir a la voluntad del Eterno.
El poder de la oración reside en el pensamiento. No depende de las palabras, ni del lugar, ni del momento en que se hace. Se puede, pues, orar en todas partes y a toda hora, a solas o en conjunto.
La influencia del lugar y de la duración está relacionada con las circunstancias que favorecen el recogimiento. La oración en conjunto ejerce una acción más poderosa cuando todos los que oran se asocian de corazón a un mismo pensamiento y se proponen el mismo objetivo, pues equivale a que muchos eleven su voz conjuntamente y al unísono. Pero ¡que importancia tendría que estuviese reunido un gran número de personas, si cada una obrara aisladamente y por su propia cuenta! Cien personas reunidas pueden orar como egoístas, mientras que dos o tres, unidas por una aspiración en común, rogarán como verdaderos hermanos en Dios, y su oración tendrá más poder que la de las otras cien. (Véase el Capítulo XXVIII, §§ 4 y 5.)
Texto extraído del libro: “El Evangelio según el Espiritismo” Cap. 27, Ítems 9 a 15 – Allan Kardec