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Blog Amalia: Las Flores del Espiritismo

Siempre que termina un año, es costumbre en las casas de comercio hacer balance, para ver si es mayor el activo que el pasivo, y saber fijamente si se gana o si se pierde.

Casa de comercio, es nuestra vida, y los hombres debemos también hacer balance de las existencias que poseemos cuando los árboles se despojan de su verde follaje, el cielo se cubre con nubes plomizas, la brisa se cambia en viento huracanado, y todo en torno nuestro se marchita no quedando nada agradable en el exterior, refugiándose toda la vida en el interior del hogar; en las reuniones más o menos íntimas, en los estudios de las diversas filosofías que se disputan el privilegio de ser las poseedoras de la verdad.

Nosotros, que hace algunos años estudiamos la filosofía de Kardec, y somos adeptos de la escuela espiritista, justo es que al terminar el año, cuando casi todos los árboles están despojados de flores, de frutos y de hojas, examinemos detenidamente el árbol del Espiritismo, y veamos en qué estado se encuentra, si crece lozano, o si las orugas de la superstición, del fanatismo, de la credulidad y del orgullo se apoderan de sus raíces, y lentamente van absorbiendo su savia.

El Espiritismo es un árbol gigante, sus ramas se extienden a tan larga distancia, que se puede decir que prestan sombra a todos los pueblos de este planeta.

No todas sus ramas presentan igual lozanía, hay algunas que están completamente secas, porque los espiritistas, a los cuales llamaremos los jardineros que cuidan del árbol del Espiritismo, no en todas las localidades se esmeran en cultivar la tierra donde aquel ha de crecer y ha de desarrollar su ramaje para con él prestar sombra a la fatigada humanidad.

Nos dijo un Espíritu, que los actuales espiritistas se asemejaban a los chiquillos que corrían de un lado a otro produciendo alborotos y ruidos, y en honor de la verdad la comparación no puede ser más exacta.

Con profunda pena, escuchamos los relatos de algunos espiritistas, porque vemos cuan mal han comprendido una filosofía que le brinda al hombre inmensos consuelos, esperanzas convertidas en hermosa certidumbre, horizontes ilimitados donde el alma contemple nuevas vidas, nuevas encarnaciones en las cuales el Espíritu puede perfeccionarse por medio de su perseverancia en practicar el bien y en instruirse.

Y esta verdad, esta justicia, esta lógica, este desenvolvimiento de la vida, queda reducido por la torpeza de algunos seres a un gran perjuicio, a una amenaza terrible contra la paz y la tranquilidad de la familia.

La comunicación de los Espíritus es la vida y es la muerte; es la vida cuando no se abusa de ella, cuando no se le quiere utilizar para granjearse riquezas, cuando no se falsifican las comunicaciones vendiéndolas como cualquier mercancía, cuando no se entrega uno en cuerpo y alma a los mandatos de los espíritus, cuando no se abdica la voluntad y se conserva en toda su pureza nuestro libre albedrío.

Entonces, la voz de los espíritus (hablando en sentido metafórico) es verdaderamente la voz de Dios.

Es la prudente advertencia.

Es el buen consejo.

Es la instrucción paternal.

Es todo cuanto puede desear el hombre para vivir resignado en medio de las miserias y tribulaciones humanas.

En cambio es el anonadamiento, es la enervación, es la abdicación de todos nuestros derechos naturales cuando deificamos a los espíritus, cuando creemos que sus palabras son infalibles y que sus menores deseos hemos de satisfacerlos sin poner la menor resistencia.

Esta obediencia absurda da lugar a la obsesión, esto es, a la abdicación de nuestra voluntad, no dando un solo paso sin consultarlo con nuestro Espíritu familiar, a esta dominación absoluta, a este estado de servidumbre, sigue la subyugación, situación tristísima para el hombre y la más humillante, porque es dócil instrumento de espíritus rebeldes, vengativos e iracundos, pierde la conciencia de sí mismo, hiere si le dice su Espíritu obsesor que hiera, estrangula si así se lo ordena, y se suicida si le aconseja su inseparable compañero que se desprenda de su cuerpo.

Otras veces, rompe violentamente con las leyes naturales, deja de alimentarse o devora cuantos alimentos ponen a su alcance, produciéndose al fin graves lesiones orgánicas en aquel pobre cuerpo combatido por tan diversas sensaciones, y muchos de los desgraciados que gimen en los manicomios, que nunca han oído hablar de Espiritismo, la causa principal de su locura es una obsesión o subyugación completa, que combatida en un principio por un espiritista entendido que supiera hacer uso del magnetismo se evitarían grandes calamidades.

Los ignorantes dicen: “El Espiritismo produce la locura” ¡Qué aberración! El Espiritismo por el contrario es un medio seguro y muy eficaz para curar los extravíos mentales si se estudia con prudencia y se practica cuerdamente.

El Espiritismo puede convertir el infierno en un cielo, puede dar la resignación al más desgraciado, puede despertar el sentimiento en los corazones más endurecidos, puede hacer generoso al más avaro, y no se crea que exageramos, porque estamos enamorados de nuestro ideal, no; es que tenemos pruebas para decirlo, y vamos a presentarlas.


Del presidio de Melilla, donde, como dice muy bien un penado “Todo es trabajo, ruido y maldiciones”, fiel trasunto del infierno bíblico, recibimos una carta de un confinado, de la cual copiaremos algunos párrafos para demostrar como penetra la luz en las mansiones del dolor.

Confieso sin rubor, que durante la lectura de sus cartas me sentí tan impresionada que las lágrimas pugnaban por saltar de mis ojos, cuando presentía que estaba seco el manantial que las engendra; pero si tal descubrimiento me llenó de regocijo por un instante, redobló luego las penas al no poder desahogar mi triste corazón, porque bajo esta atmósfera infeccionada por el mal, el llanto es calificado de flaqueza o cobardía.

Esta doble prisión del alma acrecienta el dolor producido por los padecimientos de la materia y origina la tristeza que genera comúnmente en la más horrible desesperación.

Sólo el luminoso faro de la Divinidad puede evitar a un ser en tal estado, el naufragio preparado en el proceloso mar de las pasiones por el Espíritu de error.

Y en efecto, cuando agobiado por el rudo peso de la fatalidad y falto ya de fuerza para contrarrestar sus ataques, me disponía resolver el problema capital, cuya idea acariciaba con deleite mi delirante imaginación, he ahí que la filosofía de Kardec verificó en mi organismo una metamorfosis completa, devolviendo a mi alma la confianza y quietud de que antes carecía.

Como consecuencia inmediata, un poder irresistible me inclina al estudio profundo del Espiritismo, y deduzco por la fe que me anima que coronará mi empresa el éxito más favorable.

Y como quiera que Vd. aunque inconscientemente ha tenido una parte muy activa en mi regeneración, faltaría al principal deber de la criatura, sino hiciese, patente el testimonio de mi simpatía y agradecimiento eterno, que no dudo aceptará.


Del presidio de Alhucemas también recibimos una atenta carta en la cual nos dicen entre otras cosas:

Estos infelices penados carecen hoy de aquel bálsamo que sin duda cicatrizaba las emponzoñadas heridas, que ora por su falta de experiencia, ora por la impremeditada culpa que hubo de conducirnos a esta tan cruel situación, todos unánimes me suplican y encarecen revele a Vd. el profundo sentimiento que les causa pasar sus continuos ratos de ocio, sin poder leer LA LUZ DEL PORVENIR en cuya doctrina creen tan a ciegas.

¿Dejará de ser una acción sublime el convertir a un báratro de infortunio? ¡Ay! Señora, diere mil y mil vidas por que viera Vd. como están todos en este momento agrupados alrededor de mi mesa, diciendo que cueste lo que cueste, que hasta se privarán del vicio de fumar para comprar los libros de esa secta, que una gran parte de estos confinados aceptan de corazón.


Creemos que ya hemos copiado lo suficiente para demostrar que en el árbol del Espiritismo, algunas de sus ramas se han cubierto de flores, puesto que su sana doctrina ha penetrado en las mazmorras, en los calabozos, entre esas multitudes de espíritus rebeldes, que si algunas veces la justicia humana está ciega y castiga a seres más desgraciados que culpables, en otras ocasiones condena a hombres que hacen dudar por su ferocidad a qué raza pertenecen; y la conversión de uno de esos desventurados es de más importancia que la de mil hombres honrados, porque estos no hacen daño a nadie, ni se perjudican a sí propios; y el criminal trabaja en su ruina y en la de todos cuantos le rodean; por esta razón, más alegría nos causa la carta de un presidario que acepte el Espiritismo, que las declaraciones de eminentes sabios en favor de la doctrina Espírita.

He aquí el único premio a que aspiramos por nuestra constante propaganda Espírita, que la luz de la razón ilumine la tenebrosa conciencia de los culpables, y resignados con su condena trabajen en su progreso indefinido.

Cuando el Espiritismo sea bien comprendido serán innecesarios los presidios.

¡Plegue al cielo que las flores espiritistas se conviertan en abundantes y sazonados frutos en los años venideros y en el presente aumente la savia de sus hojas!

A nosotros nada nos complace tanto como trabajar en el bien de la humanidad, comprendemos que las religiones han dejado profundas huellas, y es necesario borrarlas con la esplendente luz de la verdad; dispuestos pues nos encontramos a recibir la comunicación del espíritu anunciado por el guía de nuestros trabajos.


“Gracias, Amalia, mi Espíritu que ha pecado mucho llega hoy a ti para contarte una parte de su historia; no me desdeñes porque algunos detalles sean repugnantes; es necesario decir la verdad desnuda para hacer comprender a las mujeres en la abyección en que están sumidas.

En mi última existencia pertenecí al sexo débil, mi madre murió al darme a luz, mi padre como nací hembra me recibió con enojo, me entregó a una hermana suya, abadesa de un convento, y nunca se ocupó más de mí, sólo le vi breves momentos en el instante de recibir la bendición nupcial.

Mi infancia pasó tranquila, pues si bien no tuve el amor de mis padres, como era inmensamente rica, y sobrina además de la abadesa, toda la comunidad me acariciaba, y algunas monjas hasta me querían.

Cumplí los diez años ignorando aún las impurezas que me rodeaban, mi organismo estaba bastante desarrollado y mi hermosura era notable.

Mi tía recibía en su celda numerosas visitas de altas dignidades eclesiásticas, y entre todos ellos me acostumbraron a perder el pudor y a sentir sensaciones dolorosas cuando algunos de ellos me acariciaban y me sentaba sobre sus rodillas.

Quisiera comunicarte todas las infamias que conmigo se cometieron en mis primeros años, pero como hay detalles deshonestos y repugnantes, sólo te diré que me impusieron por penitencia cuando aún no había cumplido doce años que bajara a la cueva del Santo Sepulcro y allí me desnudara y me arrodillara sobre el duro suelo con los brazos en cruz, permaneciendo dos horas en aquella incómoda postura, y cuando yo obediente, y resignada, pero temblando de miedo, bajé a la cueva, cuál no sería mi asombro cuando escuché la voz del Arcediano de San Justo, que siempre me había prodigado apasionadas caricias en la celda de mi tía y que en aquellos instantes me dijo: no tengas miedo, yo sido el que te he acusado y el que he pedido ésta penitencia para ti, con objeto de decirte lo que hace mucho tiempo siento por ti; y aquel hombre comenzó su infernal tarea de prostituir a la vez mi cuerpo y mi alma.

Yo fui perdiendo lentamente ese aroma divino que envuelve a la mujer cuando conserva su pureza y ostenta todos los encantos de la hermosa juventud, adquiriendo en cambio tan refinada hipocresía, que cuando salí del convento a los diecisiete años para casarme con el anciano Conde de la Fuente, todos los convidados se hicieron lenguas de mi honestidad, y fue necesario que el Arcediano de San Justo me obligara a recibir las caricias de mi esposo, porque yo me obstinaba en conservar mi recato, y mi esposo mirándome con verdadero cariño, le decía a mi seductor.

¡Esta niña es un ángel!… casi da pena convertirla en mujer! ¡Cuánto daño me hicieron aquellas palabras de mi marido!

Yo que era un ser verdaderamente prostituido, que había visto con placer las más repugnantes obscenidades, la noble confianza de aquel anciano me ruborizó, lancé una mirada casi de odio al hombre que me había perdido y entré en la cámara nupcial llorando de vergüenza y de remordimiento, llanto que el conde atribuyó a timidez.

¡Qué noche tan horrible fue mi noche de boda!.. las delicadas atenciones del conde, sus reflexiones sobre la imperiosa necesidad de unirse los dos sexos para la multiplicación de la especie humana, sus bondadosas preguntas, todo era un tormento para mí que estuve a punto de revelarle quien yo era, porque aquel engaño era superior a la bajeza de mi Espíritu.

¡Cuando amaneció me lancé fuera del lecho pretextando que por mi nuevo estado no olvidaba mis oraciones matutinas, y me fui a la capilla del castillo para llorar porque me ahogaba, pero el Arcediano de San Justo que era mi confesor y el de mi esposo, me esperaba para prodigarme frenéticas caricias y borrar de mi mente toda clase de remordimiento.

¡Que transición! El conde tan complaciente mirando mi cuerpo sin atreverse a profanarlo, y el ministro de Dios dominado por la pasión y la lujuria más extraordinaria me enloquecía por completo, haciéndome olvidar momentáneamente una noche que nunca olvidaré.

Diez años viví unida al conde que me adoraba como a una santa, porque yo seguí tan hipócrita que era tenida como un modelo de rígidas costumbres, hasta el punto que voluntariamente me imponía penitencia y ayunos retirándome a una torre que se llamaba la Atalaya de la Oración, donde había un altar con una imagen del crucificado, y una tarima con un rollo de esparto, que servía de almohada al penitente que se retiraba allí por espacio de nueve días para ayunar y purificarse por medio de la oración y los cilicios, y allí me retiraba por orden de mi confesor a pesar de las súplicas de mi esposo, que le decía a nuestro director espiritual que no fuera tan severo conmigo porque yo era un ángel.

No tanto como parece, replicaba mi confesor con acritud, es necesario castigar los impulsos de la carne; y él mismo me acompañaba a la torre para satisfacer en aquel retiro sus impuros y desordenados deseos; entregándose con tal locura a la brutalidad de sus pasiones, que me ponía realmente enferma; y cuando se cumplía la novena y mi esposo y sus servidores venían procesionalmente a sacarme de la torre, decían todos con admiración: ¡La condesa es una santa!.. ¡Miradla! ¡No parece ella!…

Y aquellas celebraciones me humillaban tanto, que iba con la cabeza baja sin atreverme a mirar a nadie. No es necesario que nadie acuse al pecador, la misma culpa acusa de una manera implacable.

Yo puedo asegurarte que fui profunda e inmensamente desgraciada, porque viví entre dos afecciones que la una repelía a la otra.

Mi esposo era uno de esos seres caballerescos, noble, distinguido, amoroso, delicado, que me guardaba tantas consideraciones y tenía en mí tanta ciega confianza, que yo agradecía su ternura, y me encontraba bien a su lado, muy bien; y cuando mi confesor se ausentaba para cumplir órdenes superiores, yo respiraba mejor, y cuando venía, cuando me aprisionaba en sus brazos, cuando me pedía cuenta de todos mis actos, cuando hasta me maltrataba por sus terribles celos, sentía un placer maldito al verme tan locamente amada, y al mismo tiempo aquél hombre me inspiraba gran horror, porque era tan avaro de todas mis sensaciones, que no me permitió disfrutar del cariño maternal ni filial: dos hijos tuve y los dos fueron ahogados por él, en la duda de quién serían hijos.

Mi esposo, antes de morir, hizo venir a un hermano suyo, joven y apuesto, y declaró solemnemente que ya que con él no se había perpetuado la raza, teniendo la desgracia de morir al nacer sus dos hijos, que pasado un año de viudez, cambiara mis togas de viuda por las galas de la desposada, casándome con su hermano, el cual demostró un gran contento, porque yo era una mujer hermosísima y tenía fama de poseer relevantes virtudes.

Murió mi esposo, y su muerte me tranquilizó por una parte, y aumentó mis zozobras inquietudes por otra, porque el hermano de mi marido sintió por mí una verdadera pasión, aún más, me declaró que hacía tiempo que me amaba, y huyendo de cometer una felonía se había ido a viajar.

Hombre muy despreocupado y bastante conocedor de las miserias humanas, si bien cumplía con los preceptos de la religión de sus mayores, no era como fue mi esposo, un fiel servidor de los sacerdotes, sino que, muy al contrario, con la muerte de aquél cambió por completo el orden de mi casa, y ya no fue mi confesor el jefe de la familia; y cuando éste último me indicó que debía purificarme haciendo un novenario en la Torre de la Oración, mi prometido se opuso abiertamente, diciendo que de ninguna manera lo consentiría.

Yo sufría una angustia inexplicable, porque presentía un desenlace terrible; me daba lástima mi futuro esposo, porque veía que realmente me amaba, y yo se lo agradecía.

Deseaba la muerte de mi confesor cuando estaba lejos de mí; pero cuando me aprisionaba en sus brazos, se apoderaba de mis sentidos una exaltación extraordinaria, y obedecía ciegamente sus mandatos; por eso no titubeé en obedecerle cuando la víspera de mi boda me ordenó que cuando estuviera sola con mi marido en la cámara nupcial le ofreciera una copa de vino antes de ser suya, y que infeliz de mí sino cumplía fielmente su mandato.

Mi confesor bendijo mi segundo enlace; todo fueron fiestas y regocijo durante el día; llegó la noche y yo temblaba convulsivamente cuando penetré en la cámara nupcial seguida de mis doncellas, que me quitaron mis galas, dejándome envuelta en una ancha túnica de seda blanca.

Entró mi esposo sonriendo dulcemente, y yo cogí una copa de oro que había sobre una mesa, vertí en ella vino de Chipre que había en un jarro de cristal de Bohemia, lo acerqué a mis labios, sin que estos se humedecieran, y después se la presenté a mi esposo diciéndole con ternura: Comenzad a beber en la copa de la vida.

El conde embriagado de felicidad, dijo: En tu boca está la vida para mí, y selló mi boca con un beso.

Bebed, bebed, yo lo quiero; y acerqué la copa a sus labios sonriendo como debió sonreír el ángel malo cuando se hizo dueño de una gran parte de la humanidad; el conde bebió rápidamente el sabroso licor, y me oprimió contra su pecho con ademan delirante, pero pronto sus brazos se aflojaron, se oprimió la frente con las manos, quiso hablar, quiso gritar ¡Empeño vano!..

Cayó sobre la mullida alfombra sin exhalar un ¡Ay! quedó con los ojos desmesuradamente abiertos, su boca se cubrió de espuma sanguinolenta, y su agonía fue horrible en su espantoso mutismo; porque mi confesor apareció silenciosamente, al verle el conde se estremeció convulsivamente, quiso levantarse, quiso gritar, pero no pudo, sus ojos parecía que iban a salir de sus órbitas cuando vio manchar el tálamo para él preparado, cuando me vio prodigar caricias a su miserable asesino.

¡Qué segunda noche de boda! ¡Cuánta infamia! ¡Cuánta degradación!

A la mañana siguiente salí de mi cámara dando gritos horribles, pidiendo socorro.

Mi confesor fue el primero que acudió a mis lamentos, y el que me hizo retirar a mi departamento de viuda, mientras él, con el mayor aplomo, hizo frente a todos los huéspedes que llenaban el castillo; y las grandes cacerías, y los animados festines se convirtieron en suntuosos funerales, a los que asistí cubierta con negros crespones rodeada de mis servidores, lanzando tristes ayes, no de dolor, pero sí de un horrible, de un espantoso remordimiento.

La imagen de mi segundo esposo se me presentaba amenazadora, sus ojos lanzaban llamas, su diestra sostenía una copa de oro y enlazada a su brazo había una enorme serpiente cuya mirada me atraía.

Yo me iba acercando hasta tocar la copa con mis labios, y entonces sentía correr por mis venas plomo derretido, me estremecía violentamente, y lanzaba gemidos aterradores, hasta el punto que mis servidores me querían sacar del templo, pero no les fue posible, una fuerza desconocida me hacía permanecer en mi sitio donde apuré la copa del más espantoso sufrimiento.

Transcurrió un mes, en el cual ni una sola noche descansé tranquila; mi confesor quería hacerme olvidar con sus caricias mis remordimientos; me decía que Dios era una quimera, que la muerte era el descanso eterno, que los muertos no se aparecían, que eran delirios de mi imaginación lo que yo veía; que las religiones eran una farsa, que no había imágenes sagradas, que no había premios ni castigos; pero todo fue inútil; la sombra de mi segundo esposo, del infeliz Leontino, me perseguía implacable, y aprovechando unos cuantos días de ausencia de mi malvado confesor, al que llegué a aborrecer con toda mi alma, corrí a echarme a los pies del cardenal Jacobini, le pedí que reuniera a varios de sus compañeros, y ante más de veinte cardenales declaré todos los crímenes que habíamos cometido mi confesor y yo, puesto que fui su cómplice, por amor satánico primero, por temor después, pidiendo que nos dieran la muerte, a él como hereje, como asesino; y a mí como adúltera y brazo ejecutor de su venganza.

Todos me escucharon en silencio, y como yo era de una familia muy poderosa, se limitaron a decirme que el dolor me había hecho perder el juicio, y lo único que hicieron fue encerrarme en un convento, donde me asedió con sus visitas el cardenal Jacobini.

Mi confesor llegó hasta mí valiéndose de su poder; se llegaron a encontrar frente a frente los dos rivales, y lo que no alcancé con mi confesión lo conseguí con mi desdén.

El cardenal al oír de mis labios que le odiaba, como a todos los que se llamaban ministros de Dios, se enfureció, jurando a mi confesor que ambos iríamos a la hoguera. ¡Qué hermosa promesa! …

Me pesaba tanto la vida, que sólo pensaba en morir.

Tú dirás que cómo no apelé al suicidio: no lo sé, en mí había un cúmulo de encontradas ideas; tan pronto creía en el cielo, en el infierno, en el purgatorio, en el juicio final, como pensaba que con la muerte todo terminaba.

¿Había querido a mi confesor? No porque le odiaba, recordaba, con horror mi tierna infancia prostituida por él, los sacrilegios cometidos delante de imágenes veneradas, el modo infame con que estuve engañando diez años al mejor de los hombres, la muerte de mis hijos, y lo que más me subleva, era el recordar sus halagos malditos hasta delante de mi segundo esposo, cuya agonía no la podía olvidar.

El proceso fue rápido; yo declaré con lujo de detalles todos nuestros crímenes, quería vengar la muerte de tres inocentes, y el día que vestí la infamante ropa, el día que fui detrás de mí confesor hasta la hoguera, creo que fue el más feliz de mi vida; por primera vez veía cumplirse un acto de justicia.

Cuando nos colocaron sobre la pira, respiré y di gracias a Dios, y puedo decir que no sufrí grandes dolores, porque me sostuvo en sus brazos el Espíritu de mi primer esposo, el noble ser que tan crédulamente me había amado; y además, me había atormentado tanto el fuego devorador del remordimiento, que las llamas de la Tierra no me hicieron sentir dolores más agudos: puedo asegurarlo.

¡Quedé como dormida, con un sueño fatigoso; después la calma, la cesación completa de recuerdos y de presentimientos; el reposo de la oscuridad, el silencio del desierto! ¡Cuán bueno es Dios!

¡Cuán bueno, que concede al Espíritu la recuperación de las fuerzas gastadas en cada existencia!

Mi despertar no fue horrible, pero sí muy doloroso. ¡Me vi tan humillada, tan envilecida, tan dominada por las más bajas pasiones!…que me pareció que no había en la Tierra un ser más despreciable que yo; pero mi buen esposo me consoló diciendo, que no había en mí tanta degradación, cuando tanto había sufrido haciendo el papel de mujer impecable; que había habido más debilidad que infamia, y en el noble arranque de haber querido el castigo del crimen se veía claramente que mi espíritu se levantaba del fango inmundo de la concupiscencia, buscando los reflejos de la eterna luz.

No me he separado de los conventos de la Tierra, y he inspirado a las jóvenes educandas para que se subleven, para que digan que están enfermas, y salgan de esas horribles cavernas, que, si bien hay verdaderos santuarios donde mujeres ignorantes creen servir a Dios ayunando y rezando, en cambio hay otros monasterios donde la degradación llega a tal extremo, que las mancebías son casas de oración, en comparación con los desaciertos que se cometen y de los crímenes que se llevan a efecto para hacer desaparecer a tiernos seres, antes que lancen su primer vagido.

No estoy bien, no disfruto de tranquilidad: tú misma te puedes convencer al sentir sensaciones desagradables en tu débil organismo; pero trabajo, trabajo cuanto puedo por despertar la inteligencia de muchas mujeres que aún creen que son seres privilegiados los servidores de los templos; quisiera comunicarme en todas partes, pero tú has sido la primera que por complacer al Espíritu que te guía en tus trabajos, has accedido a mi ardiente deseo.

Comprendo que te repugna relatar infamias, pero créeme, es preciso cauterizar la gran herida que hay en el cuerpo social, y la voz de los espíritus, la voz de aquellos que profanaron los altares debe resonar en la Tierra, debe ser oída de polo a polo, debiendo difundir la luz los que ayer vivieron en las más espantosas tinieblas.

Alégrate Amalia, alégrate de ser la fiel intérprete de muchos pecadores; tu trabajo tendrá su recompensa, y ésta será tan inmensa, que hoy no te es dado ni presentir, porque tu expiación ha de cumplirse.

Adiós, Amalia, me separan de ti, porque tienes quien solícito vela por tu cuerpo enfermizo; me prometen que no será ésta la última vez que me comunique contigo.

MARGARITA


Cuanto ha dicho el Espíritu es muy cierto; todo el tiempo que hemos empleado en escribir esta triste narración, nos hemos encontrado en un estado especialísimo; nuestra habitual melancolía ha adquirido el tinte de una indefinible contrariedad; hemos mirado en torno nuestro y todo nos ha parecido más sombrío, pero comprendemos que es necesario demostrar la verdad pintando con vivos colores los cuadros de la vida, dominada por el fanatismo religioso.

Preciso es que la razón impere, que la mujer no esté en contacto con el hombre célibe, lleno de pasiones y de deseos que desbordados como ríos que salen de su cauce, hacen la desgracia de ellos mismos y de las infelices que obedecen y sufren sus humillantes imposiciones.

Decimos para terminar, lo que dijimos al comenzar este artículo: no hay novesas. La horrible realidad de los vicios supera a todas las ficciones que puede inventar el talento del hombre.

Trabajemos para que llegue un día en que el vicio huya avergonzado de la Tierra, al no encontrar quien le acoja en sus brazos.

Por Amalia Domingo Soler

Extraído del libro recopilatorio La Luz de Camino

Escrito por Amalia Domingo Soler

Amalia Domingo Soler (Sevilla, 10 de noviembre de 1835 – Barcelona, 29 de abril de 1909) fue una escritora y novelista española, y gran exponente del movimiento espiritista español por sus actuaciones de divulgación y médium psicógrafa. Nota de Zona Espírita: En este perfil se publican contenidos escritos por ella. Las partes subrayadas y resaltadas han sido realizadas por esta web.

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