agosto 31 2020

La comprensión de la muerte como interfase de la vida ¿Cuándo dejar de luchar?

Antiguamente atribuida a Dios y considerada un fenómeno de la naturaleza, hasta principios del siglo XX, se moría en casa, atendido por el médico y rodeado por aquellos que conocían nuestra historia, luchas y victorias, dolores y alegrías.

Morir así, rodeado por el amor y el respeto de familiares y amigos, ciertamente aliviaba, y mucho, esta postrera etapa de la vida física.

Así, la muerte se consideraba un proceso natural de la vida e inherente a nuestra condición de seres encarnados, verdadero aprendizaje para nosotros y para quienes nos rodeaban, lo que nos permitía trabajar mejor con la posibilidad de la propia muerte.

Entretanto, ante la constatación de que no todos poseían recursos y familiares que les atendieran en su lecho de muerte, surgieron los primeros hospitales, denominados “casas de caridad”, con la función de albergar a los que no poseían un hogar ni parientes que le acompañaran en el proceso de morir.

Es así como con el avance tecnológico en la segunda mitad del siglo pasado, que se observa una mudanza en el perfil hospitalario, el cual pasa de ser abrigo caritativo para el moribundo carente y solitario, a transformarse en una institución que tiene por objetivo curar y salvar vidas.

Es a partir de allí que se observan cambios drásticos en el proceso de morir: la decisión de la muerte, antes considerada un fenómeno natural y designio divino, se transfiere a los hospitales y unidades de cuidados intensivos.

Desterrada del hogar y de la familia, la agonía se hace solitaria y rodeada de tubos y aparatos, con mayor perjuicio para ese niño, que ve que aquel a quien ama es apartado abruptamente de su vida (los niños no deberían frecuentar los hospitales), para luego recibir la noticia de la muerte y, por ende, de la desaparición definitiva de aquel que, hasta entonces, formaba parte integrante de su pequeño mundo.

Convertimos la muerte en un tabú. ¡Sacralizamos el morir! Entonces, pasamos a negar y a huir de nuestra propia muerte. Y al negar la muerte, pasamos a luchar insanamente por prolongar la vida física “a como dé lugar”. Misión imposible: ¿debemos conservar una vida en la cual la muerte ya se vislumbra?

No se discute que la salud humana obtuvo beneficios evidentes con el avance tecnológico.

No obstante, si se utiliza sin criterio, tal tecnología puede ejercer un efecto adverso y añadir sufrimiento a los momentos finales de una determinada existencia humana.

De beneficio, pasa a tormento o mayor sufrimiento.

El morir se convirtió en un proceso más problemático; difícil de precisar el momento cierto, difícil de lidiar y el motivo de conflictos éticos significativos.

Al dolor causado por la pérdida del ser querido, se suma la angustia de verlo sufrir en la unidad de cuidados intensivos o en el lecho hospitalario, amén de la responsabilidad de decidir cuándo suspender el tratamiento.

Tal conflicto en torno a la muerte y de la tentativa insana de prolongar cuantitativamente la vida física, conforma el debate ético del momento y dio origen al término “distanasia”.

Este neologismo de raíz griega se refiere a la actitud médica que, con miras a salvar la vida del paciente terminal, lo somete a una gran mortificación, y prolonga, antes que la vida, la agonía.

En este momento es preciso hacer una distinción conceptual entre la vida biológica y la vida de relación o biográfica.

La primera se refiere a los parámetros biológicos, el mantenimiento de la función de los órganos.

La segunda se refiere a la capacidad de interactuar con el medio y con aquellos que nos rodean, al aprendizaje propiamente dicho, pues es a través del intercambio de las experiencias y de las vivencias que crecemos efectivamente.

No se debe confundir el respetar los límites de la vida física con la eutanasia o la omisión de socorro; se trata de luchar por el derecho al “bien morir” del ser que sufre, de dejarlo vivenciar con dignidad su propia muerte.

Permitir morir no es igual a matar. Existe una marcada diferencia entre dejar morir en el momento en que la muerte es inevitable, como en el caso de una enfermedad incurable y la provocación de esta, o el rechazo a tratar algo curable o con posibilidad de vida.

Si la vida que se intenta preservar no tiene ninguna calidad, ¿acaso valen la pena todos los demás sufrimientos que se imponen para prolongarla?

Hay que hacer que la muerte recobre su dignidad perdida.

Uno de los grandes temores de las personas es no tener vida al final de la vida.

Rehumanizar el morir se opone a la idea de la muerte, como el enemigo a vencer a cualquier precio y busca rescatarlo como interfase de la vida.

Esto nos lleva a comprender que, al momento de constatar su presencia irrefutable, no siempre prolongar la vida biológica sea la mejor decisión.

No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti.

Hace falta establecer lo que deseamos para nosotros y para aquellos a quienes amamos o con quienes tratamos.

¿Un cuerpo que vive, o un ser pensante en condiciones de mantener el contacto e interactuar con el mundo?

Somos de la opinión de que se debe luchar siempre y con toda nuestra energía para la recuperación de un individuo, en la medida en que sea viable.

Con todo, ante la constatación de la irreversibilidad de una enfermedad, nos compete luchar por la calidad de lo que quede de vida, donde la persona y sus relaciones con el medio y con los demás sean el foco central de este proceso.

Así las cosas, no siempre es fácil adoptar tal posición cuando se está involucrado emocionalmente; de allí que resulte imperioso abrir un espacio para las reflexiones sobre los asuntos que involucran el proceso de morir y el luto.

El espíritu inmortal

La muerte debe ser percibida como parte inherente del proceso de la vida y los tratamientos instituidos han de centrarse, no en la batalla contra la enfermedad, sino en la búsqueda de la mejor calidad posible de la vida que quede y del confort del paciente.

El conocimiento espírita, al hablarnos de la inmortalidad, desmitifica este proceso y demuestra que la muerte no es más que una faceta de nuestra propia vida en tanto espíritus inmortales.

Que ya vivimos muchas veces y que nuestra esencia permanecerá al abandonar el cuerpo físico, pues la vida prosigue sin interrupción.

Es la certeza de que

  • nuestros afectos que ya partieron o que están por desencarnar no se perderán en el infinito;
  • que es posible encontrarlos en nuestros sueños
  • y que estarán siempre cercanos a nosotros, a través de los sentimientos y de los pensamientos afines, para los cuales no existen barreras, lo que nos sirve de profundo consuelo ante el dolor inevitable de la separación física.

Al contrario de lo que parezca, la constatación de que nos llegará a todos, asociada a la consciencia espírita, deberá llevarnos a reflexiones profundas sobre nuestras propias existencias y de cómo queremos morir, de la importancia de prepararnos a nosotros mismos y a nuestros familiares para cuando llegue ese momento.

Morir para renacer. ¡Progresar siempre es la ley!

Existimos para aprender y, por ende, debemos aprender no solo a vivir, sino también a morir.

Es la desencarnación el proceso mediante el cual valoramos lo que ya comprendemos de la propia vida. La muerte siempre ha sido una condición humana.

Debemos retomar la consciencia de esto y tratarla como se lo merece: como un proceso natural y muchas veces liberador.

Por María Cristina Zaina – Brasil

Traducción: Conchita Delgado Rivas CIMA – Caracas

Publicado en la revista Evolución. Venezuela Espírita. Revista del Movimiento de Cultura Espírita CIMA. 2ª Etapa. Nº3. Sep / Dic 2018

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Publicado 31 agosto, 2020 por Reproducciones en la/s categoría/s "Espiritismo", "Visión Espírita

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